Archivo mensual: mayo 2014

Luna de lobos, la tragedia de las noches y los días

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Cuando la Guerra Civil terminó en España, en 1939, de entre los perdedores hubo quienes se adaptaron, quienes fueron presos o ejecutados (o ambas cosas), quienes huyeron, quienes se escondieron en los interiores, y quienes se emboscaron. Estos últimos, más o menos organizados en guerrillas, guardaban la esperanza de que la victoria de Franco fuera corta. Con el tiempo, fueron muriendo entre las montañas sobre cuyas cornisas avizoraban los valles, y acabaron desapareciendo. Julio Llamazares (León, 1955) escribió su primera novela sobre un grupo de hombres que sobrevivían en las noches de las montañas del norte, Luna de lobos (1985). Lo que más me impresiona de esta intensa narración–amén de su depuradísima expresión lírica–no es el trasfondo histórico y político, que ya de por sí tiene una carga trágica consabida y muy dolorosa para todos los españoles, sino una forma menor–en  apariencia–de pérdida. Pues estos hombres, como tantos otros, no sólo acabaron perdiendo la guerra, la patria, la familia o la vida, sino que comenzaron perdiendo los días. En su camino hacia la muerte los personajes viven por la noche y se refugian por el día en cuevas inaccesibles, como bestias, siempre en silencio y condenados a no prender un fuego que los delate. Siempre acosados, han trocado los días por las noches y se han revestido, para los lugareños que se topan con ellos y sufren su violencia desesperada, de la ominosidad de todo lo que trae la oscuridad. La noche los aleja del mundo más que su propia condición de fugitivos, porque en el día transcurre la vida de quienes, a cambio de aceptar un nuevo orden, gozan de la luz.

 


Homenaje a John Updike

John Updike

John Updike me enseñó a leer. Después de mi madre (durante un verano seco y cálido en los campos de Segovia en que me instruyó a los cinco años), fue este ingeniosísimo novelista quien me hizo el lector que soy ahora, tal como lo hicieron Quevedo, Proust, Cervantes, Galdós, o Bolaño. En su momento (enero de 2009, vivíamos al pie del Guadarrama), apenas sentí su muerte, porque pensé haber superado el fervor exclusivista que me hacía rebuscar en la biblioteca de mi padre cuanto hubiera de él. Por razones laborales, he terminado Terrorista, una novela que me ha recordado por qué me apasionaba. No es fácil alcanzar semejante equilibrio entre la vastedad narrativa y la agudeza estilística, agudeza esta que sí pueden tener muchos escritores, pero que no es fácil mantener cuando se escriben miles de páginas. La belleza de los lirios, Brasil, Gertrudis y Claudio, Parejas, Hacia el final del tiempo…, y, por supuesto, la tetralogía de Harry, «Conejo», que mi padre ha leído compulsivamente los últimos años de su vida, me han educado en un tipo de narración urbana, muy contemporánea y con un rigor formal y una ambición estética que nunca le supusieron un obstáculo para convertirse en un autor superventas en su país natal, Estados Unidos. Updike publicó Terrorista en 2006, cinco años después de los atentados de Nueva York. Su protagonista, Ahmed, es un adolescente brillante e inadaptado, que se convirtió pronto al Islam. En plena crisis de identidad, se deja manipular por un imam radical que lo quiere empujar a la comisión de un atentado suicida en Manhattan, en pleno aniversario del 11S. Quien lo lea comprobará que la calidad de Updike, por lo que pasará a la historia de la literatura contemporánea, no se refleja sólo en su extraordinario oficio, sino en algo más hondo: en su capacidad de exponer con una crudeza única la condición del hombre, patética y conmovedora al mismo tiempo. Al menos he recuperado a Updike, aunque haya perdido mucho más.


Hollín y esperanza

HOLLÍN Y ESPERANZA

Hoy recuerdo que hace unos años penetré con mi coche en uno de tantos aparcamientos subterráneos que horadan el suelo de la ciudad donde me crié. El aire estaba caliente, aplastado por techos bajos y recorridos de cables, conducciones y luces diseñadas para alarmar. Descendí una, dos, tres plantas, hasta que hallé un espacio vacío. Era estrecho y aparqué con dificultad, cuidando de no chocar con las columnas o los vehículos próximos. Salí del coche, lo cerré y me encaminé hacia la salida. Sobre mi cabeza sentía el peso de miles de toneladas de hormigón y centenares de carrocerías exhalando un calor malsano. El aire, entre las paredes ennegrecidas de hollín, parecía una pasta artificial sintetizada para que la respirásemos. Nunca, hasta aquella ocasión, había sentido con tal agudeza la inhospitalidad del lugar. Pese a ello, familias enteras caminaban sobre pasos de cebra oscurecidos, ellos tras de mí, yo detrás de ellos, todos formando una fila monorrima. Cuando me acercaba al cruce de una de las rampas por donde nuevos coches se deslizaban sin cesar, me detuve. Una mariposa apareció a mi lado, aleteando con dificultad, a poca altura del suelo, y se alejó hacia arriba lentamente, por la rampa, de donde venía la luz y el aire limpio. Reanudé el paso y pensé que aquel encuentro habría dado esperanza a cualquier claustrofóbico.