Archivo mensual: marzo 2015

Juan Pablo Duarte en el corazón de las tinieblas

Acabo de terminar una biografía de JuJuan Pablo Duartean Pablo Duarte (Santo Domingo, 1813; Caracas, 1876), padre de la nación dominicana e impulsor ideológico de su independencia frente a Haití en 1844. Duarte es uno de los próceres indiscutidos de la República, y hay mucho escrito sobre él. No soy historiador ni dominicano, así que me he acercado a su figura virgen de preconcepciones. Quizá por eso, y porque soy poco adicto a los heroísmos, hay hechos que no me han interesado demasiado. Por ejemplo, su papel en la proclamación de la Independencia frente a Haití–por aquella época una nación de un cierto empuje imperialista frente a su vecino– fue un tanto deslucido, es cierto, porque no estuvo presente: había huido en un bote que lo sacó del país entre las tinieblas del río Ozama. Otros, sin embargo, me han interesado más. Desde 1845, exiliado en Venezuela, hasta 1864, Duarte desapareció. Tal cual. Bueno, puedo exagerar, porque se tienen indicios de que anduvo de comerciante en el Orinoco, en la oscuridad del Amazonas. Inmediatamente me ha venido a la cabeza la extraordinaria novela del polaco Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas (1899), una historia enigmática y fascinante sobre el viaje río Congo arriba que realiza su protagonista, Marlow, durante la colonización belga. No es un simple desplazamiento físico, sino la penetración simbólica en el horror y las tinieblas del hombre en el entorno ominoso de una selva tropical. Marlow y Duarte se adentraron en latitudes similares por ríos caudalosos y desaparecieron para la civilización. De Duarte, persona histórica, sabemos menos que de Marlow, personaje de novela. Donde la historiografía se detiene prosigue la imaginación. No la de los historiadores, que bien se cuidan de ello, pero sí la mía, que gozo de la libertad y las prerrogativas de años tras páginas de ficción.


Los ardides argumentales de José Vasconcelos

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Cuando las ideas falten, convóquense los argumentos. No quiero yo decir que Vasconcelos–destacado pensador y educador mexicano (1882-1959)–esté falto de ideas, sino que cuando le faltan acude, como todos lo hacemos, a estructuras lógicas tras las que no se halla, por lo general, nada. Vasconcelos publicó La raza cósmica en 1925 en Barcelona, y más tarde, en Buenos Aires, en 1948. Se trata de un breve ensayo sobre una quinta raza utópica, fruto del mestizaje entre el negro, el indio, el blanco y el asiático. Su nacimiento resolverá mágicamente todos los problemas que aquejan al hombre, incluida la fealdad, pues la mezcla estará guidada por una intuitiva eugenesia estética: «Los muy feos no procrearán, pues no desearán procrear». En un contexto geográgico ineludible, Vasconcelos se rompe los sesos tratando de hallar una virtud que los levante frente al poderío yanqui. Tal virtud se disuelve en la nebulosa del espíritu, del que carecen los sajones del norte, aunque les sobre la materia: ¡pobres cascarones huecos! El caso es que, al momento de aclarar que su propuesta busca sentar las bases de una nueva civilización, dice: «Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún». Tamaño ardid habría avergonzado al sofista más vendido, pues dicha declaración puede equivaler a otras, del tipo: ‘tan listo soy, que aún no lo he demostrado’; ‘tan alta será mi casa, que aún no tengo ni los cimientos’; ‘tanto lloverá mañana, como este suelo sequísimo puede acreditar». Es decir, la profundidad de la falta atestigua la intensidad de una futura presencia. ¿Por qué? Sólo se me ocurre una respuesta: arguere humanum est.