Durante mi estancia como profesor en la Universidad Nicolás Copérnico de Toruń (Polonia), tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de Carmen Pinillos, especialista en Siglo de Oro de la Universidad de Navarra. Allí, mediante una traducción simultánea al polaco que hizo la charla extrañamente sincopada, aprendí acerca de las tipologías clásicas de la amistad en la mejor época de nuestra literatura. Yo, como otros, pensamos en el Quijote. De hecho, siempre que leo la novela reflexiono, por encima de otras cosas, sobre la amistad de don Qujiote y Sancho. Decía Borges que su madre leía con asiduidad Dickens y la segunda parte del Quijote. Como es sabido, la obra que Cervantes publicó en 1615 es más compleja y madura que la primera, diez años anterior. Entre los nuevos elementos que fascinan está la inseguridad del caballero. El «Caballero de los leones» duda, vacila y ha perdido gran parte del aplomo ontológico que le hacía dictaminar qué cosas eran reales, y cuáles fingidas por los insidiosos encantadores. En uno de mis episodios favoritos–más por las consecuencias que tiene que por sí mismo–don Quijote desciende a la misteriosa Cueva de Montesinos. Cuando lo sacan, media hora después, dice haber vivido maravillas en el plazo de tres días. Sancho, incrédulo, tiene el coraje de poner en tela de juicio las palabras de su señor y a éste, para sorpresa del lector, no le acomete uno de sus habituales accesos de pundonor. Capítulos adelante, es Sancho quien necesita el crédito: subido con don Quijote al lomo de madera de un caballo volador (Clavileño), se desmonta en pleno viaje por las esferas celestes y se pasa un rato apacentando unas cabrillas. Cuando la aventura acaba (una fantasía ideada por los duques), don Quijote se le acerca y la dice al oído:
Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no digo más.
Estas, y otras intervenciones de don Quijote, hacen intuir a cualquier lector atento que el caballero ya no es dueño de las certezas de sus primeras salidas, y que lo que precisa ahora no es creerse caballero andante sino que así le consideren los demás. Pero más allá de esto, lo que evidencia esta sutilísima intervención es que, pues Sancho no replica, ambos se necesitan entre sí para confirmarse en lo que desean aparentar. Aún más allá, me hace pensar que cualquier amistad está recorrida de pactos semejantes, según los cuales reclamamos del amigo una fianza que tarde o temprano le retribuiremos. La vida es seca y displicente y un amigo puede ser quien abona, sin criticarla, la tramoya con la que nos protegemos para superarla.