Soñar con los muertos es como doblar una esquina y toparse con un conocido a quien no se ve hace mucho tiempo.
— ¡Estás igual! ¡No has cambiado nada! —dice uno.
— Tú, en cambio… te veo mayor, más viejo — dicen ellos.
Son muy sinceros. Y tienen razón.
Ya decía Dámaso Alonso en un libro estremecedor de la posguerra, Hijos de la ira, en un poema para mí luminoso, no muy reconocido en el conjunto, pero que me parece de los mejores, “El día de los difuntos”:
¡Oh! ¡No sois profundidad de horror y sueño,
muertos diáfanos, muertos nítidos,
muertos inmortales,
cristalizadas permanencias
de una gloriosa materia diamantina!
¡Oh ideas fidelísimas
a vuestra identidad, vosotros, únicos seres
en quienes cada instante
no es una roja dentellada de tiburón,
un traidor zarpazo de tigre!
Tanto nos aventajan los muertos, quiere decir el poeta, porque se han hurtado a la mordida del tiempo (el tiburón, el tigre). Están a salvo. Permanecen «cristalizados» en una dimensión eterna, con el rostro y el cuerpo que a nuestra memoria se le antoje seleccionar para ellos. Nosotros, en cambio, estamos expuestos, sujetos al tránsito.
Pero hay algo en lo que nosotros sí los aventajamos a ellos, y es que no tenemos que verlos morir de nuevo. Ese umbral, afortunadamente, ya lo traspusieron. Es algo que ocurre una sola vez.
Escribo esto, y me acuerdo de Dámaso Alonso, porque esta noche soñé con un familiar que falleció hace casi ocho años:
— Hacía muchísimo tiempo que no te veía.
— No para mí — me dijo ella —; eres tú, que ahora vives lejos.