Hay un momento en que el monstruo de Frankenstein le pide a su creador algo que éste se niega a conceder: una compañera. Otra criatura de sexo femenino con quien compartir su soledad, pues ha descartado todo contacto con los humanos, que lo repudian y maltratan. Acosado por intensos dilemas, el científico se niega. No quiere dar al mundo otra aberración. Aquello desata la cólera sangrienta del monstruo.
En Paraíso perdido de John Milton, Adán conversa con el Creador y le hace la misma petición. Con enorme astucia dialéctica y humildad, dice:
Que no hay conmigo quien comparta? Solo,
¿Qué ventura tengo, quién disfruta en soledad
O disfrutando todo, qué contento tiene?
El Creador, omnisciente y previsor, no se extraña de su petición, y finalmente le concede a Eva, para desgracia de la humanidad, pero hay algo que me sorprende aún más y es la forma tan sutil como se suscita la idea de una compañera de Dios. Dice Adán:
Tú en tu misterio, aunque estés en soledad,
tienes en ti mismo insuperable compañía
y no buscas otra relación.
Sólo en tan heretodoxa y audaz obra puede leerse de esta forma entre líneas, bajo la capa translúcida del debate sobre la soledad de Dios, ya en sí mismo atrevido. Zeus tenía a Hera, pero al dios judeocristiano dicen bastarle las critaturas bajo su poder.