Archivo mensual: febrero 2018

Modesta distopía

 

Paseante

Quienes habitan cierto tipo de ciudades desconocen que gozan de un pequeño privilegio: pasear por las calles. En general, la literatura está llena de exaltaciones del paseante: románticos por la naturaleza, como Rousseau, Wordsworth, Friedrich, Stifter y Thoreau; la emblemática figura del flâneur (Baudelaire y Benjamin) en la ciudad está en títulos concretos como El peatón de París, de Leon Paul Fargue, Paseos por Berlín, de Franz Hessel, El paseo, de Robert Wasler.

He sido siempre muy andariego y, antes de mudarme a Estados Unidos, recuerdo que mi padre me advirtió: «Si lo haces allí, pueden llegar a arrestarte». Yo me reí, pero cuando llegué a Phoenix, Arizona, paseando de noche por los límites del campus de la universidad donde estudiaba y trabajaba, un policía me deslumbró con una linterna en la cara y me pidió que me identificara. Había noticias de un violador y hallarme a pie me hizo inmediatamente sospechoso.

Más tarde, en Ica, una ciudad mediana al sur de Lima, en Perú, la que es hoy mi esposa se extrañó de que yo quisiera ir caminando a la Plaza de Armas, que se hallaba a apenas quince minutos de distancia, y me confesó que ella «Nunca lo había hecho». Más tarde aún, asentado en la capital de la República Dominicana, nos echamos a la calle mi familia y yo por la Avenida 27 de febrero, una de las arterias de la ciudad, en busca de un supermercado. Para empujar el coche de mi hijo pequeño e incluso para un viandante más desembarazado, las aceras estaban llenas de obstáculos, agujeros y desperdicios. Es más, al llegar a un semáforo, unos vendedores callejeros, se quedaron tan alarmados de ver una familia tan fuera de lugar que detuvieron el tráfico para que cruzáramos porque de otra forma–nos explicaron–ningún auto se detendría.

En fin, ya de vuelta en España he retomado mis paseos. Consciente de que tan humilde privilegio sólo se aprecia cuando no se tiene, he topado con un fragmento interesante del comienzo de Farenheit 451, de Ray Bradbury, maravillosa novela que trasciende la ciencia ficción. Montag, el bombero protagonista, empleado en quemar libros y bibliotecas, artículos prohibidos en una sociedad distópica, conoce a una niña muy especial que le cuenta de un tío suyo fuera de la ley:

Mi tío fue arrestado el otro día por pasearse a pie, ¿no se lo dije? Oh, somos muy raros.

No en vano, Bradbury vivía en Los Ángeles, una de las muchas ciudades car friendly–una escala mucho mayor que Phoenix–donde de veras debió de pensar que el futuro se presentaba apocalíptico para los viandantes.


Pensar ‘contra’ los demás

Peterson

Un compañero de la Pontificia Universidad Madre y Maestra–para la que he trabajado los últimos años–me ha dado a conocer a Jordan Peterson, un intelectual y activista político canadiense que se ha distinguido por sus opiniones contra la izquierda posmoderna y el feminismo más recalcitrante de las últimas décadas.

En una entrevista para el diario El mundo, Peterson desmonta brillantemente gran parte de los dogmas del feminismo irredento: los roles de género, las razones de la discriminación salarial, la explicación cultural a todas las diferencias entre los sexos, etc. Se trata de un pensador inteligente y valiente, que no vacila en decir lo que ahora es casi un tabú: que las mujeres y los hombres somos biológicamente diferentes.

Pues bien, harto yo también del feminismo censor, me ha encantado leer a un heterodoxo de lo que hace décadas fue la heterodoxia (magnífica Simone de Beauvoir) y ahora se está convirtiendo en una ortodoxia. La basura dialéctica de lo políticamente correcto está arrinconando la profundidad del pensamiento real. Parece mentira que una industria tan banal y estúpida como Hollywood tenga tanta influencia.

Y, sin embargo, muy no obstante, me ha surgido un escrúpulo de fondo poco después de leer la entrevista. Jordan no se muestra (digo se muestra, seguro que lo es) como un pensador sobre las cosas sino contra los otros. No es este un defecto suyo; lo es también de los políticos o los activistas políticos, que desmedran la búsqueda de la verdad con su dialéctica combativa.

Mi moral me dice que debe argumentarse sobre la verdad, no contra los demás, por más que lo merezcan las feministas y los dogmáticos de la izquierda. Porque cuando los argumentos–escalones del pensamiento–están determinados por la dialéctica pierden objetividad, profundidad y se radicalizan. Y en este momento el intelectual se debilita. Pierde consistencia cuando defender la diferencia biológica de los sexos se hace por joder a los progres y no porque sea (o se crea) verdad.

El verdadero librepensador no es aquel que se atreve a pensar fuera de los cánones socialmente sancionados, sino aquel que no necesita apoyarse contra los cánones para pensar libremente. Porque a veces, y este es el talón de Aquiles de todo contestatario, acaece que, fortuitamente, podemos llegar a estar de acuerdo con los que discrepamos.