Ya no me siento joven. Tampoco me siento mayor. Hay días que me cuesta ubicarme. Entonces recurro al exterior: a las cosas y a las personas.
Hay cosas que ya no me dan felicidad o placer. Por ejemplo, los perros dejaron de gustarme. Tuve uno desde mi adolescencia que vivió quince años y lo quise mucho, pero después me han resultado indiferentes. He llegado a preguntarme cómo un hombre puede amar así a un animal. La política se parece a mi amor por el perro: una afición que, a mi edad, ya no puedo tomarme en serio. Los libros sí, eso sí, permanecen todavía más adentro, se me han hundido en el alma. La lectura y la escritura no constituyen solo una pasión, sino una manera de vivir y pensar y sentir. Hay otras cosas que han aparecido en mi vida por las que antes no me interesaba, abjuraba o temía en secreto. Me refiero a lo prohibido, a lo nefando, a lo vicioso. Me gusta y a veces me adentro en ello.
Luego están las personas. Tenía padres, pero fallecieron súbita y contemporáneamente hace cuatro años. Tengo una esposa a la que amo y con la que tengo una relación cuya historia me permite avizorar otra década, al menos, juntos. Tengo un hijo, que ha despertado en mí un amor y abnegación de los que no creía ser capaz, dada mi egolatría y afición a la soledad. No tengo hermanos, pero tengo un puñado de buenos amigos cuya afecto por mí se ha consolidado sin vuelta atrás, parece.
Pues bien, esta mañana he pensado que para ubicarme, cuando no me siento ni joven ni viejo, puedo colocar a las personas en los ejes de abscisas y ordenadas. El primero representa los afectos de sangre; y, el segundo, los que la vida hace surgir por el milagro del contacto con los que al principio son extraños. En el eje horizontal (x, abscisas) debo colocar a mis amigos y a todos mis primos. Estos segundos, cuando son primos hermanos, suben un poco hacia arriba, ganan altura en el de ordenadas. En el eje vertical (y) están mis tíos, que son los que más padres parecen, cuando estos desaparecen. Mi hijo se halla también en el de ordenadas, pero en la parte baja, porque tiene cinco años, llegué antes que él y lo cuido desde arriba, lo amparo y protejo, lo cubro. Mi mujer se halla exactamente en la intersección entre los dos ejes. Es la única persona que vino de fuera y se integró en mi sangre. Yo, por cierto, también me hallo ahí, compartiendo con ella el centro de nuestro universo.
Lo malo es que mis padres ya no están y ellos ocupaban una inconmovible ubicación en el eje vertical, por encima de mí, porque el eje de ordenadas es como el tronco de la vida de todos. Cuando me doy cuenta de que esa posición está vacía me siento desamparado y triste.
Es normal. Tarde o temprano todos quedamos desarbolados.