Me siento solo. No es muy grave porque tengo familia y un puñado de amigos y me relaciono bien con mis compañeros de trabajo. Pero hay una parcela importante de mi vida sobre la que no puedo comunicarme: libros.
Ayer una editora decía en la radio que ya nadie habla sobre el libro que está leyendo sino sobre la serie que está viendo. Esto ocurre, en general, porque la hegemonía audiovisual, que antes era amenazante para la lectura, es ahora apabullante a causa de que puedes ver cualquier cosa en cualquier dispositivo, a cualquier hora, por no mucho dinero.
La consecuencia es que son muy pocas las personas con las que puedo hablar de libros. De mejor a peor, se me ocurre una sencilla tipología. Los que sí leen pero prefieren hablar de series, no sé por qué. Los que leen poco, cuando no funciona la plataforma a la que están suscritos, y muy ocasionalmente me cuentan lo que les ha gustado, porque saben qué me apasiona y a qué me dedico. Los que no leían antes y ahora ya ni se lo plantean, aguardando impacientemente las nuevas temporadas.
No sé cómo funciona la cabeza de estas personas exactamente. No deseo juzgar porque cada uno que haga lo que quiera. Sí tengo claro, en cambio, lo que pasa por la mía. Por una parte, las series y la televisión en general son para mí un entretenimiento puro que necesito: consume mi tiempo, me relaja, me distrae, aunque sin aportarme, por lo general, nada. Por otra parte, los libros en general (los de ciencia, historia, antropología y, más que otros, literatura) dan sentido a mi vida, la llenan, me llenan, me ahondan, me afilan, me reforman.
Lo que ocurre es que esta relación entre el entretenimiento puro y el placer de los libros se me está envenenando porque me cabrea no hallar con quien hablar de libros. Me irrita que se tome la cultura popular y audiovisual como si valiera lo mismo que las Bellas Artes: pintura, música (otro tema), arquitectura, danza, etc. Y entro en combustión, en fin, con un asunto conexo: la invasión de contenidos audiovisuales de Estados Unidos, a cuya difusión y dignificación contribuyen muchos medios de comunicación. Se habla entonces de programas y películas de allá como si marcaran nuestra vida, esculpieran generaciones de españoles y conformaran nuestra identidad.
La aculturación es un proceso muy viejo e inevitable, pero en este aspecto concreto me aísla y a veces incluso entristece. No por eso dejaré de ver la tele ni de encandilarme brevemente con el glamour de los actores de Hollywood, pero mientras me voy irritando cada vez más.