
Se aprende a discutir. La técnica es una parte solo. La disposición del ánimo, la actitud, también ha de adquirirse y es más importante, más relevante para la socialización. En segundo lugar, no se aprende en todas partes. En la familia no es posible, por ejemplo, porque no es una democracia (lo siento, niños), sino un duunvirato, como mucho, y las desavenencias entre los que mandamos se resuelven entre susurros o furtivas miradas de desaprobación, nada que se vea y por tanto socave el sacrosanta unidad de criterio entre los padres.
Durante mis años en la academia no aprendí la técnica, ni la actitud, porque siempre he sido discutidor y un poco provocador, así que ya estaba avezado en no perder jamás los papeles. Pero sí aprendí cuán necesaria, frucífera e inmanente a la universidad era la controversia. Los académicos nos engañamos (me engañaba, en pasado, porque ya no soy académico ni me engaño más) al creer que nuestros modos de relación son extrapolables a la calle, al complejo de vecinos, al intercambio comercial o, incluso, a Secundaria y Bachillerato.
En este último entorno he venido a darme de bruces con una realidad muy diferente, muy sencilla en el fondo.
Por ejemplo, yo decía: «Yo no mando deberes. No creo en ellos». O decía: «En mis exámenes pueden usar todos los materiales, incluido el móvil». O decía: «Esta ley hay que cumplirla, porque…» (huelga la razón, ¿verdad?).
Pues bien, ocurría que al yo decir tales cosas con mi acomstumbrada vehemencia esperaba réplicas de una vehemencia proporcional, pero he desatado estallidos de cólera, increpaciones ad hominem (ataques personales, vaya) y exhibiciones sorprendentes de dignidad agraviada.
Pasada mi perplejidad y el calentón, di con una explicación: mi ardor verbal se interpretaba como una agresión personal, una muestra de altanería despectiva o quién sabe qué más cosas que les hacían formarse muy mala opinión de mí.
En fin, tras un par de años de reflexión he decidido rebajar la vehemencia sin menoscabar la convicción. Es la única forma que he hallado de vivir en una paz relativa sin acabar por traiconarme a mí mismo.