
Lo más impactante de la muerte de mis padres fue su desaparición. En un momento estaban y, al poco, ya no. En el caso de mi padre, fue muy rápido. Cosa de veinte minutos, porque se atragantó y ahogó. Mi madre se puso muy enferma y durante mes y medio estuvo en el borde varias veces, hasta que, finalmente, murió.
Puede parecer una obviedad, pero la desaparición es la esencia traumática de la muerte. Al menos para mí, que no tengo fe en el más allá, a donde se habrán trasladado, o en la reencarnación, por cuya dinámica deben de estar ahora en otro cuerpo, olvidados de que soy su hijo.
Los poetas cortesanos medievales, que actualmente estoy explicando a mis alumnos, llamaban a esto (por herencia de los clásicos) ubi sunt?, una pregunta retórica para aludir al hecho de que aquellos que fueron grandes en vida, respetables y poderosos, ya no son nada. Los poetas medievales sí creían en el más allá, de modo que más que interrogarse por dónde están, se plantean que ya no son lo que eran. Que todo lo admirable de su existencia terrena se esfumó: una lección de humildad para quienes los sobrevivieron.
La ausencia de mis padres me sobrecoge a veces con una fuerza que me deja trémulo y desorientado. En tales momentos su ausencia es casi una presencia al revés, como la marca que deja un cuadro cuando lo descolgamos de la pared tras mucho tiempo.