
Para empezar, no te apresures. No quiero decir que no corras, porque mantener siempre un pie sobre el suelo no basta. Me refiero a que tus pasos han de ser iguales y acompasados, con independencia de la velocidad. Así, a tu ritmo, déjate rebasar por los corredores de cuádriceps esculpidos y ceño fruncido, que apenas te verán, que apenas ven.
Haz una foto de una roca inverosímil. Haz una foto de un árbol retorcido por el viento. Haz una foto de un insecto impávido junto al camino. No hagas demasiadas fotos, ni tan pocas que no logres reflejar escasamente un paisaje, por otra parte, irreproducible.
No ansíes la cumbre ni, una vez la hayas alcanzado, el retorno. Deja que la naturaleza apacigüe tu alma, poco a poco, hasta que no te importe nada más que ese día, esa montaña e, inevitablemente, la próxima montaña.
Cree en la montaña como una cosa diferente a un deporte. Una cosa más amplia: inextricable experiencia de soledad, silencio, esfuerzo muscular, recuerdos, belleza natural, ilusiones y éxtasis generosamente sobrevenidos, que muchas veces se transformarán en un amor incondicional por quienes te aguardan.
