La consabida objetividad de la historiografía hace tiempo que fue desmentida. Hayden White argumentó que cualquier texto histórico es en realidad un artefacto literario, que escoge para la transmisión de unos hechos una trama narrativa: la tragedia, la farsa, la épica. Por otra parte, los estudios de argumentación ven en los textos de Historia una forma más de texto argumentativo, que pretende hacer aceptar la visión de los acontecimientos del autor.
Garcilaso de la Vega, el ‘Inca’ (Cuzco, 1539-Córdoba, 1616) –sobrino nieto del poeta castellano– fue un mestizo peruano, hijo de una princesa inca y de un conquistador español. Para mí, tiene la mejor prosa del siglo de Oro. Su obra más importante, los Comentarios reales (1609), es una narración histórica del Imperio incaico, desde que este pueblo comenzó a imponerse a los indígenas preincaicos hasta que él mismo fue sojuzgado por los españoles. Es libro extenso, fascinante en muchos aspectos e, insisto, escrito en un estilo elegante, llano, ágil y de un castellanismo ejemplar.
Garcilaso hace malabarismos argumentales para conciliar su fidelidad al imperio español y encumbrar, al mismo tiempo, el imperio incaico, en cuyo seno vivió hasta los veinte años y al que profesa una incontenible admiración. En particular, me ha sorprendido su justificación del porqué los incas lograron imponerse a los indígenas anteriores. Según el autor, éstos fueron reducidos por obra de la bondad de la vida que les proporcionaban aquellos. Es decir, que aceptaron pacíficamente (salvo excepciones muy bárbaras) el yugo de los incas porque advirtieron que era mejor. Así de fácil. Por ejemplo, mejor adorar al sol que al resquicio de una roca, o a una lagartija.
Los mismos indios nuevamente así reducidos, viéndose ya otras y reconciendo los beneficios que habían recibido, con gran contento y regocijo entraban por las sierras, montes y breñales a buscar los indios y les daban nuevas de aquellos hijos del Sol y les decían que para bien de todos ellos se habían aparecido en la tierra y les contaban los muchos beneficios que les habían hecho. Y para ser creídos les mostraban los nuevos vestidos y las nuevas comidas que comían y vestían, y que vivían en casas y pueblos. Las cuales cosas oídas por los hombres silvestres acudían en gran número a ver las maravillas (…) Y habiéndose certificado de ellas por vista de ojos, se quedaban a los servir y obedecer. (Comentarios reales, Porrúa, 40)