Moisés es un héroe. Su relación con Dios es la de un hijo astuto con un padre explosivo e impredecible. El Pentateuco, compuesto por los cinco primeros libros de la Biblia, cuenta la historia del pueblo judío desde la creación del mundo. Termina con el Deuteronomio, el que más me gusta del conjunto por la solemnidad trágica que exhibe su protagonista.
En uno de sus accesos de celo ególatra, el Dios del Deuteronomio condena a Moisés porque éste no le fue ententóreamente fiel en el desierto de Sin:
Por eso no entrarás en la tierra que voy a dar a los israelitas; solamente la verás de lejos. (Deu., 32: 52)
Moisés ha revelado ser un consumado negociador. A largo de los cinco libros ha sabido digerir la cólera de su Dios, sortear sus arrebatos y aplacar las sentencias que dictaba sobre unos y otros. Pero en este momento, ya sea por su abnegación, ya porque vea que la ofensa es irreparable, ya sea porque en efecto está muy viejo, calla y acepta la muerte. El sacrificio por su pueblo me impresiona menos que su hermosa asunción de las veleidades de Yaveh, que no le permite hollar la tierra prometida. Después de pronunciar una bendición sobre su pueblo, hay una escena hermosa:
Moisés subió desde las llanuras de Moab al monte Nebo, a la cima del monte Pisga, frente a Jericó. El señor le permitió contemplar toda la tierra (…)
– Esta es la tierra que prometí con juramento a Abrahán, Isaac y Jacob diciendo: «Se la daré a tus descendientes». He querido que la vieras con tus propios ojos, pero tú no entrarás en ella. (Deu 64: 1 y 4).
Cuando leo este pasaje puedo ver a Moisés de pie en la montaña, al borde de su sueño, tras un ímprobo trabajo de liderazgo y sumisión cuyos frutos disfrutarán otros.
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