Archivo mensual: octubre 2022

El gallo del presente

Dice Fernando Savater, a quien leo siempre y admiro a veces, que el pensamiento oriental no es filosofía. Se lo oí en una entrevista. Debe de tener muy buenos argumentos que se me escapan, pero me pareció su tono un tanto despectivo. El caso es que en los últimos años, acuciado por hallarme nel mezzo del cammino della mia vita (me toca ya releer a Dante, cuando lo hice quedaba poco camino a mis espaldas), me he interesado por la religión: he leído la Biblia y otros textos religiosos del Taoísmo, Budismo, Hinduismo… No quiero ahora contar cómo progresó mi interés. Solo rescatar una enseñanza clave en el pensamiento oriental: lo único que vale es el presente.

Acabo de releer (releer repara muchos juicios apresurados) un librito muy pequeño de H. D. Thoureau: Pasear. Thoureau, el de la foto (cómo resplandecen sus ojos azules, por cierto, a pesar del blanco y negro), amaba la naturaleza sobre todas las cosas. Pero la amaba de forma trascendente: es decir, veía en ella algo más que ella. Un ejemplo son estas líneas sobre el gallo y su canto vitalista de cada amanecer:

Por encima de todo, no podemos darnos el lujo de no vivir el presente (…) [El canto del gallo] es una expresión de la salud y sensatez de la Naturaleza, una bravuconada para el mundo entero, saludable como el manantial que brota, como la nueva fuente de las musas, para celebrar ese supremo instante del tiempo.

Ocurre que yo, neófito dubitativo en una comunidad budista, no acabo de estar de acuerdo con la superioridad del presente en la que creen Thoureau y los filósofos (pensadores, perdón) orientales. Es más, en ocasiones he llegado a pensar que lo único que existe es el pasado, depósito sin fondo para el caudal del tiempo. Lo que sí creo, como Thoureau, es que tal pensamiento es la simiente de la melancolía y que si prestar atención constante y consciente a un suceso diario tan gratuito (tendría que buscar otro, vivo en una zona residencial de una urbe mediana) me va a alejar de ella, borro de un plumazo mis elucubraciones metafísicas.


Un académico en la corte del rey Arturo (I)

De la totalidad de mi carrera laboral, que coincide exactamente con la totalidad de mi carrera docente (pues no me he dedicado a otra cosa sino a dar clase), los últimos cuatro años he trabajado en la secundaria y el bachillerato, mientras que el resto, casi trece años, en la universidad.

De las razones por las que decidí resolutiva y voluntariamente pasarme a dar clase a los adolescentes hablaré en otro lugar, y de las reacciones de perplejidad que suscitó mi extravagancia también.

De momento, quiero hablar de otra cosa. Tras cuatro países y sendas instituciones superiores, me consideraba un hombre impávido y arrojado ante lo nuevo. Como emigrante afortunado (siempre me ha precedido un contrato), me hice diestro en el cambio, flexible como una bailarina sin coyunturas y no me fue mal de universidad en universidad. Ahora bien, las universidades en el mundo conforman una red armada por rankings internacionales, revistas, congresos, intereses que permite recorrerlas por encima de las fronteras sin mucho trastorno. Es decir, el mérito es solo mío en una parte, si descuento los choques culturales.

Ocurre que al convertirme en funcionario de carrera de un instituto de secundaria en mi propio país tuve que hacer un esfuerzo notablemente mayor que al pasar de una universidad polaca próxima al Báltico gris a otra universidad desde cuyo último piso se veía el Caribe azul, en las Antillas mayores.

¿Por qué? ¿Por qué los sistemas de enseñanza y la vida general de las universidades se parecen tanto entre sí en culturas casi opuestas y el trabajo de un profesor en la educación superior y el de un instituto difieren como la metafísica de la albañilería? No tengo la respuesta, aun no. Tampoco creo que tenga tiempo para averiguarla, pero sí mantengo una certeza. La interconexión supranacional de las universidades es un valor deficiente en el nivel anterior. Acaso no debería haber tales distancias en los modos de enseñanza, porque no hay una gran diferencia entre un alumno de bachillerato y un alumno de los primeros años de la universidad, porque tampoco la filosofía, la biología o la literatura se transforman cualitativamente en grados drásticos cuando los chicos emergen de la secundaria, porque muchos de los profesores de secundaria tienen una formación equivalente a sus colegas universitarios y porque esta falla es absurda y traumática para docentes y discentes.