
Dice Fernando Savater, a quien leo siempre y admiro a veces, que el pensamiento oriental no es filosofía. Se lo oí en una entrevista. Debe de tener muy buenos argumentos que se me escapan, pero me pareció su tono un tanto despectivo. El caso es que en los últimos años, acuciado por hallarme nel mezzo del cammino della mia vita (me toca ya releer a Dante, cuando lo hice quedaba poco camino a mis espaldas), me he interesado por la religión: he leído la Biblia y otros textos religiosos del Taoísmo, Budismo, Hinduismo… No quiero ahora contar cómo progresó mi interés. Solo rescatar una enseñanza clave en el pensamiento oriental: lo único que vale es el presente.
Acabo de releer (releer repara muchos juicios apresurados) un librito muy pequeño de H. D. Thoureau: Pasear. Thoureau, el de la foto (cómo resplandecen sus ojos azules, por cierto, a pesar del blanco y negro), amaba la naturaleza sobre todas las cosas. Pero la amaba de forma trascendente: es decir, veía en ella algo más que ella. Un ejemplo son estas líneas sobre el gallo y su canto vitalista de cada amanecer:
Por encima de todo, no podemos darnos el lujo de no vivir el presente (…) [El canto del gallo] es una expresión de la salud y sensatez de la Naturaleza, una bravuconada para el mundo entero, saludable como el manantial que brota, como la nueva fuente de las musas, para celebrar ese supremo instante del tiempo.
Ocurre que yo, neófito dubitativo en una comunidad budista, no acabo de estar de acuerdo con la superioridad del presente en la que creen Thoureau y los filósofos (pensadores, perdón) orientales. Es más, en ocasiones he llegado a pensar que lo único que existe es el pasado, depósito sin fondo para el caudal del tiempo. Lo que sí creo, como Thoureau, es que tal pensamiento es la simiente de la melancolía y que si prestar atención constante y consciente a un suceso diario tan gratuito (tendría que buscar otro, vivo en una zona residencial de una urbe mediana) me va a alejar de ella, borro de un plumazo mis elucubraciones metafísicas.