Cuando las ideas falten, convóquense los argumentos. No quiero yo decir que Vasconcelos–destacado pensador y educador mexicano (1882-1959)–esté falto de ideas, sino que cuando le faltan acude, como todos lo hacemos, a estructuras lógicas tras las que no se halla, por lo general, nada. Vasconcelos publicó La raza cósmica en 1925 en Barcelona, y más tarde, en Buenos Aires, en 1948. Se trata de un breve ensayo sobre una quinta raza utópica, fruto del mestizaje entre el negro, el indio, el blanco y el asiático. Su nacimiento resolverá mágicamente todos los problemas que aquejan al hombre, incluida la fealdad, pues la mezcla estará guidada por una intuitiva eugenesia estética: «Los muy feos no procrearán, pues no desearán procrear». En un contexto geográgico ineludible, Vasconcelos se rompe los sesos tratando de hallar una virtud que los levante frente al poderío yanqui. Tal virtud se disuelve en la nebulosa del espíritu, del que carecen los sajones del norte, aunque les sobre la materia: ¡pobres cascarones huecos! El caso es que, al momento de aclarar que su propuesta busca sentar las bases de una nueva civilización, dice: «Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún». Tamaño ardid habría avergonzado al sofista más vendido, pues dicha declaración puede equivaler a otras, del tipo: ‘tan listo soy, que aún no lo he demostrado’; ‘tan alta será mi casa, que aún no tengo ni los cimientos’; ‘tanto lloverá mañana, como este suelo sequísimo puede acreditar». Es decir, la profundidad de la falta atestigua la intensidad de una futura presencia. ¿Por qué? Sólo se me ocurre una respuesta: arguere humanum est.