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Pensar ‘contra’ los demás

Peterson

Un compañero de la Pontificia Universidad Madre y Maestra–para la que he trabajado los últimos años–me ha dado a conocer a Jordan Peterson, un intelectual y activista político canadiense que se ha distinguido por sus opiniones contra la izquierda posmoderna y el feminismo más recalcitrante de las últimas décadas.

En una entrevista para el diario El mundo, Peterson desmonta brillantemente gran parte de los dogmas del feminismo irredento: los roles de género, las razones de la discriminación salarial, la explicación cultural a todas las diferencias entre los sexos, etc. Se trata de un pensador inteligente y valiente, que no vacila en decir lo que ahora es casi un tabú: que las mujeres y los hombres somos biológicamente diferentes.

Pues bien, harto yo también del feminismo censor, me ha encantado leer a un heterodoxo de lo que hace décadas fue la heterodoxia (magnífica Simone de Beauvoir) y ahora se está convirtiendo en una ortodoxia. La basura dialéctica de lo políticamente correcto está arrinconando la profundidad del pensamiento real. Parece mentira que una industria tan banal y estúpida como Hollywood tenga tanta influencia.

Y, sin embargo, muy no obstante, me ha surgido un escrúpulo de fondo poco después de leer la entrevista. Jordan no se muestra (digo se muestra, seguro que lo es) como un pensador sobre las cosas sino contra los otros. No es este un defecto suyo; lo es también de los políticos o los activistas políticos, que desmedran la búsqueda de la verdad con su dialéctica combativa.

Mi moral me dice que debe argumentarse sobre la verdad, no contra los demás, por más que lo merezcan las feministas y los dogmáticos de la izquierda. Porque cuando los argumentos–escalones del pensamiento–están determinados por la dialéctica pierden objetividad, profundidad y se radicalizan. Y en este momento el intelectual se debilita. Pierde consistencia cuando defender la diferencia biológica de los sexos se hace por joder a los progres y no porque sea (o se crea) verdad.

El verdadero librepensador no es aquel que se atreve a pensar fuera de los cánones socialmente sancionados, sino aquel que no necesita apoyarse contra los cánones para pensar libremente. Porque a veces, y este es el talón de Aquiles de todo contestatario, acaece que, fortuitamente, podemos llegar a estar de acuerdo con los que discrepamos.

 


Los ardides argumentales de José Vasconcelos

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Cuando las ideas falten, convóquense los argumentos. No quiero yo decir que Vasconcelos–destacado pensador y educador mexicano (1882-1959)–esté falto de ideas, sino que cuando le faltan acude, como todos lo hacemos, a estructuras lógicas tras las que no se halla, por lo general, nada. Vasconcelos publicó La raza cósmica en 1925 en Barcelona, y más tarde, en Buenos Aires, en 1948. Se trata de un breve ensayo sobre una quinta raza utópica, fruto del mestizaje entre el negro, el indio, el blanco y el asiático. Su nacimiento resolverá mágicamente todos los problemas que aquejan al hombre, incluida la fealdad, pues la mezcla estará guidada por una intuitiva eugenesia estética: «Los muy feos no procrearán, pues no desearán procrear». En un contexto geográgico ineludible, Vasconcelos se rompe los sesos tratando de hallar una virtud que los levante frente al poderío yanqui. Tal virtud se disuelve en la nebulosa del espíritu, del que carecen los sajones del norte, aunque les sobre la materia: ¡pobres cascarones huecos! El caso es que, al momento de aclarar que su propuesta busca sentar las bases de una nueva civilización, dice: «Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún». Tamaño ardid habría avergonzado al sofista más vendido, pues dicha declaración puede equivaler a otras, del tipo: ‘tan listo soy, que aún no lo he demostrado’; ‘tan alta será mi casa, que aún no tengo ni los cimientos’; ‘tanto lloverá mañana, como este suelo sequísimo puede acreditar». Es decir, la profundidad de la falta atestigua la intensidad de una futura presencia. ¿Por qué? Sólo se me ocurre una respuesta: arguere humanum est.