Cuando la Guerra Civil terminó en España, en 1939, de entre los perdedores hubo quienes se adaptaron, quienes fueron presos o ejecutados (o ambas cosas), quienes huyeron, quienes se escondieron en los interiores, y quienes se emboscaron. Estos últimos, más o menos organizados en guerrillas, guardaban la esperanza de que la victoria de Franco fuera corta. Con el tiempo, fueron muriendo entre las montañas sobre cuyas cornisas avizoraban los valles, y acabaron desapareciendo. Julio Llamazares (León, 1955) escribió su primera novela sobre un grupo de hombres que sobrevivían en las noches de las montañas del norte, Luna de lobos (1985). Lo que más me impresiona de esta intensa narración–amén de su depuradísima expresión lírica–no es el trasfondo histórico y político, que ya de por sí tiene una carga trágica consabida y muy dolorosa para todos los españoles, sino una forma menor–en apariencia–de pérdida. Pues estos hombres, como tantos otros, no sólo acabaron perdiendo la guerra, la patria, la familia o la vida, sino que comenzaron perdiendo los días. En su camino hacia la muerte los personajes viven por la noche y se refugian por el día en cuevas inaccesibles, como bestias, siempre en silencio y condenados a no prender un fuego que los delate. Siempre acosados, han trocado los días por las noches y se han revestido, para los lugareños que se topan con ellos y sufren su violencia desesperada, de la ominosidad de todo lo que trae la oscuridad. La noche los aleja del mundo más que su propia condición de fugitivos, porque en el día transcurre la vida de quienes, a cambio de aceptar un nuevo orden, gozan de la luz.
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