¿Qué son la Odisea del supuesto Homero, Don Quijote de Cervantes, las aventuras de Maqroll el Gaviero, que nos contaba Mutis, o, por irme a algo más reciente, La velocidad de la luz, de Javier Cercas? Son narraciones de un viaje. Podría decirse que los relatos de viaje revisten de forma artística un mito, el del viaje, que todas las culturas llevan integrado como un arquetipo: quien va y regresa, y completa, así, su periplo. Podría decirse que son formas narrativas que atañen al contenido–así lo señalaba Baquero Goyanes–, pues dan un molde dinámico a una historia que pudo haber transcurrido en un solo lugar. Podría, también, decirse que todo relato de viaje permite una lectura existencial y religiosa, pues nuestra vida aquí es un viaje (desde el siglo XV, Jorge Manrique advierte: «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte»). Pero creo que el relato de un viaje es algo más sencillo para un lector hedónico, porque nos deja viajar sin daños, sudores ni miedos. Nos deja viajar resguardados de la dureza de lo real.
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