Una noche de insomnio me lancé a la calle en busca de un remedio. Cualquiera que haya vivido la experiencia sabe que el pánico de haber sido abandonado por el resto de la humanidad dormida se deja tras uno, en la casa, porque apenas se escapa a la madrugada fría un alivio dulce desciende sobre el insomne. No recuerdo bien el día de la semana. Las calles estaban muertas como tras una catástrofe: eran largas, se divisaban sus finales, se las abarcaba enteras. Las plazas acogían mi coche dentro de su gran angular; el asfalto se extendía como la lámina de un lago bajo un cielo nublado, surcado por las marcas viales, restos de tiza de juegos infantiles. Después de violar decenas de semáforos, que jugaban a encender sus luces en la soledad, me detuve en la mitad de una plaza circular. Estuve tentado de apagar el motor, sacar la cabeza por la ventanilla y espiar los suspiros de la ciudad.
Cuando se abrió el semáforo y rodeé el centro suntuoso de la fuente, vi, a la velocidad lenta a la que conducía, sentados en un banco, a una pareja inmóvil. Girados uno hacia el otro, se fundían en un beso artístico, estatuario. Los ojos cerrados, los rostros paralelos, en medio de la noche y del frío, se sostenían el uno al otro por la boca, por donde quién sabe qué clase de infusión mutua los mantenía en aquel estado de inerte apariencia y gozosa impasibilidad. Reduje la marcha lo suficiente para contemplarlos, pero no tanto que pudiera turbar una felicidad irrepetible. En la quietud yerma de la plaza, con el ánimo contraído aún por mi enfebrecida búsqueda del sueño, la imagen de aquella pareja me fascinó.
Deja una respuesta