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Corrigiendo el rumbo

Cuenta el tamaño del cerebro para ser más inteligente? | BAE Negocios

Durante más de dos décadas he sido muy intelectual. No un intelectual, porque no soy conocido ni influyente, pero al menos un profesional del trabajo mental.

Toda persona actúa. Somos conducta, diría un psicoterapeuta. Pues bien, durante el tiempo al que me refiero mis acciones han sido más cerebrales que físicas. Y si no ha sido así (porque los días son largos y hay que ir de compras, orinar, llamar por teléfono, pulsar un interruptor, acariciar a quien deseas), he concedido a mi vida mental una importancia que no le daba a mi vida física.

¿Por qué? No lo sé muy bien. La influencia de mi padre, el ambiente de una carrera de humanidades, los estudios posgraduados y mis propias propensiones a la introversión. Las circunstancias de mi vida y una predisposición de carácter, podríamos resumir.

El caso es que hace unos años experimenté una revelación. Me disculpo por palabra tan altisonante. Quiero decir que me percaté de que me había perdido muchas cosas. Salir a deshora, hacer más enemigos, embarcarme en proyectos disparatados, amar sin medida o desperdiciar las mañanas.

Luis Landero, Caballero Bonald y Borges (habrá muchísimos más, ahora estos me vienen a la cabeza) han lamentado en algún momento las innumerables horas empleadas en leer y, sobre todo, escribir.

No quiero cometer el sacrificio de mi viva sensitiva al logro insípido de una admirable cabeza.


Soñar con los muertos

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Soñar con los muertos es como doblar una esquina y toparse con un conocido a quien no se ve hace mucho tiempo.

— ¡Estás igual! ¡No has cambiado nada! —dice uno.

— Tú, en cambio… te veo mayor, más viejo — dicen ellos.

Son muy sinceros. Y tienen razón.

Ya decía Dámaso Alonso en un libro estremecedor de la posguerra, Hijos de la ira, en un poema para mí luminoso, no muy reconocido en el conjunto, pero que me parece de los mejores, “El día de los difuntos”:

¡Oh! ¡No sois profundidad de horror y sueño,

muertos diáfanos, muertos nítidos,

muertos inmortales,

cristalizadas permanencias

de una gloriosa materia diamantina!

¡Oh ideas fidelísimas

a vuestra identidad, vosotros, únicos seres

en quienes cada instante

no es una roja dentellada de tiburón,

un traidor zarpazo de tigre!

 

Tanto nos aventajan los muertos, quiere decir el poeta, porque se han hurtado a la mordida del tiempo (el tiburón, el tigre). Están a salvo. Permanecen «cristalizados» en una dimensión eterna, con el rostro y el cuerpo que a nuestra memoria se le antoje seleccionar para ellos. Nosotros, en cambio, estamos expuestos, sujetos al tránsito.

Pero hay algo en lo que nosotros sí los aventajamos a ellos, y es que no tenemos que verlos morir de nuevo. Ese umbral, afortunadamente, ya lo traspusieron. Es algo que ocurre una sola vez.

Escribo esto, y me acuerdo de Dámaso Alonso, porque esta noche soñé con un familiar que falleció hace casi ocho años:

— Hacía muchísimo tiempo que no te veía.

— No para mí — me dijo ella —; eres tú, que ahora vives lejos.


El panteísmo de Raj Manjul, poeta nepalí

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Con motivo del terrible terremoto que destruyó mucho de Nepal y gran parte de su capital, Katmandú, salió publicado Estampas desde una aldea Nepalí, de Raj Sharma Majul (CELYA, 2015)

Manjul es creador y académico de la Universidad de Katmandú, y la versión poética de este libro es obra del poeta zamorano Jesús Losada, gracias a cuyas palabras he conocido el universo lírico de Manjul.

Se trata, para empezar, de una poesía sencilla, que no simple, accesible, que no vulgar. Predominan los temas de la naturaleza, el pueblo y la creación poética y, como una visión amalgamente de estos, el panteísmo.

El panteísmo, doctrina según la cual Dios (Theos) está en todo (Pan), me fascina por lo que tiene de libertad, por el amor que le profeso a la naturaleza y porque el espiritualismo nace de lo visible, de las montañas y los bosques que se huellan y se huelen.

Pues bien, aunque no haga mención explícita de la divinidad, salta la vista la fusión mística del poeta con la olímpica naturaleza del Nepal.

Valgan estos versos:

Yo estoy en la espuma de cada remolino de las aguas (13)

Yo soy el riachuelo del pueblo (16)

La tarde a veces descansa sobre mis hombros

y a veces el amanecer,

la luz de la luna descansa sobre mis hombros

y a veces el sol,

a veces la niebla, el rocío las estrellas descansan sobre mis hombros. (20)

Y mi favorito, dentro de una reflexión sobre el ser humano que le inspiran las sombras y las luces de las inmensas quebradas de la cordillera:

Cuando veo las cumbres de esas montañas

me quedo horrorizado de mí mismo. (33)

 


Un tótem para mi madre

La Granja en Otoño                                                                Ando leyendo ahora uno de los manuales clásicos de la Antropología cultural (que lleva este mismo título), y me he enterado de que hay una cultura, los arunta de Australia, cuya religión está muy asociada con la madre. En este pueblo, «cada individuo se identifica con un tótem de un lugar sagrado cerca del cual pasó su madre poco antes de quedar embarazada» (361).

Este es el problema de leerlo todo literariamente, incluido Marvin Harris. Que, por una parte, se acomodan las ideas libremente y poco más o menos hay de las vísperas de la concepción a las vísperas del alumbramiento, para lo que aquí quiero contar. Por eso, he recordado la historia que mi madre me relataba: «Hijo, vísperas de tu nacer, di yo un largo paseo por los jardines de La Granja.» El lugar debía de tener el aspecto que tiene en la foto, porque nací en otoño, y mi temperamento es otoñal: propenso a la melancolía y la introspección, adicto al espectro de lo caedizo, el cobre y el amarillo.

Dice Harris que los tótem son elementos de la naturaleza a los que ciertas culturas atribuían, entre otros, un valor protector. Bien, yo ahora vivo en el Caribe, muy lejos de tales latitudes y del clima continental que tanto añoro, donde las estaciones cambian y el humor con ellas, pero he aprendido que el pasado es casi lo único real, al contrario de lo que dice el tópico.

El tótem que, hoy por hoy, decido adquirir, al que me dirijo en búsqueda de consuelo podrían ser bien estos jardines. Pero no la parte versallesca y monumental en la que se detienen los turistas, sino la parte montañosa, que asciende por la ladera del Peñalara, más silvestre e íntima, donde es posible ver, incluso, un corzo. La parte donde ahora, si cierro los ojos, puedo ver a mi madre caminando una fría tarde de octubre.


Vida interior y literatura

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Resulta difícil, para quien no la tiene, comprender de qué hablo cuando hablo de vida interior. Quedan normalmente con una expresión vacía que delata tanto su incomprensión como la falta de aquello sobre lo que les pregunto. El hombre, hasta el cortísimo límite en que yo lo entiendo, no es nada sin la posesión de un mundo apenas visible para los demás. Sólo cuando nos manifestamos se abre una grieta en la superficie que exhibe de nosotros sólo una identidad muy aparente, movediza y acomodaticia, y entonces se atisba algo, o nada. Uno no nace con vida interior. Hay que fraguarla. Hay un primer y sencillo paso para ello: el silencio; hay un segundo y más difícil paso: mirar hacia adentro. Podemos ver algo, o nada. Es entonces cuando hay que actuar y comenzar a llenarnos de vidas, experiencias, dilemas, historias, aventuras, esperanzas, muertes, amigos remotos y pretéritos. Es decir, de todo lo que nos da la Literatura. Todo un caudal que va decantándose en nuestro interior y conformando una parte de nosotros tan vasta y honda como queramos. Pero no se trata de una simple ingestión, sino de–discúlpeseme la analogía–una digestión que nos permita asimilar y hacer que formen parte de nosotros, para siempre, la amistad de don Quijote y Sancho, la sorpresa de Vallejo cuando descubrió a su padre de perfil, la desesperación de la deseheredada de Galdós, la soledad de los personajes de Murakami, la inquietante incomprensión de los mundos de Kafka, el horror al que se enfrenta de continuo Charlie Parker, el hijo de John Connolly… Es entonces cuando podemos empezar a paliar nuestra soledad esencial, y no de modo artificioso y frágil, como nos incitan a hacer las nuevas tecnologías y los epilépticos medios de comunicación, sino con fundamentos más o menos permanentes. No es éste el único beneficio de la vida interior. También nos vuelve más invulnerables ante los embates del exterior, ante las decepciones y arideces cotidianas. Por supuesto, no es un imperativo moral, ni de ninguna otra clase, hacerse una vida interior, pero ayuda, vaya que si ayuda, y la literatura es un camino idóneo.


Consejos impertinentes: una lección de Shakespeare

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Siempre he desconfiado de los consejos. Por orgullo, durante la petulante juventud; por escepticismo, más adelante. Pero quiero justificar esta desconfianza. Y es que la idea del consejo, ya de por sí, no resiste un juicio racional. Entiéndase el consejo como una recomendación fundada en la experiencia propia para una experiencia ajena, sobre la base de una identidad de dichas dos experiencias. Ahora bien, supongamos que no hay tal identidad. Supongamos que mi experiencia no se parece a la tuya, porque se dio en un tiempo y en un lugar distintos; porque yo, siendo diferentes tú y yo, la experimenté diferentemente. Supongamos que no hay forma de que existan dos experiencias iguales, pues la realidad es infinitamente plural, y la decepción que sufriste poco se parece a la mía, tú desaliento nada tiene que ver con el mío, o mis esperanzas con las tuyas. Entonces, volado este puente que permitía llevar tu consejo desde tu mundo al mío, asumida una–en cierta manera que no creo pesimista–radical soledad del hombre, ¡qué arriesgado es dar un consejo! ¡Qué impertinente muchas veces!

Una persona a quien quiero halló hace poco unas líneas de Shakespeare que reflejan bien lo que quiero decir. Proceden de Mucho ruido y pocas nueces, una comedia romántica de enredos que data posiblemente de finales del siglo XVI. Me cansan las comedias de enredo, y esta no es una excepción, pero tratándose de Shakespeare siempre es posible hallar una joya entre la paja. Ya finalizando la trama, en el acto V, Leonato se lamenta de que su hija haya sido inmerecidamente agraviada. Ante sus quejas, Antonio le recomienda el consuelo de la razón, y aquél replica:

«Es un deber de todos los hombres predicar paciencia a cuantos se retuercen bajo el peso de la desdicha, pero ninguno tiene virtud ni entereza para mantenerse tan moralizador cuando esa misma desdicha pesa sobre él. Por tanto, no me des consejos. Mis penas gritan más alto que tus reflexiones»


Insomne

INSOMNIO

 

 

 

 

Una noche de insomnio me lancé a la calle en busca de un remedio. Cualquiera que haya vivido la experiencia sabe que el pánico de haber sido abandonado por el resto de la humanidad dormida se deja tras uno, en la casa, porque apenas se escapa a la madrugada fría un alivio dulce desciende sobre el insomne. No recuerdo bien el día de la semana. Las calles estaban muertas como tras una catástrofe: eran largas, se divisaban sus finales, se las abarcaba enteras. Las plazas acogían mi coche dentro de su gran angular; el asfalto se extendía como la lámina de un lago bajo un cielo nublado, surcado por las marcas viales, restos de tiza de juegos infantiles. Después de violar decenas de semáforos, que jugaban a encender sus luces en la soledad, me detuve en la mitad de una plaza circular. Estuve tentado de apagar el motor, sacar la cabeza por la ventanilla y espiar los suspiros de la ciudad.

Cuando se abrió el semáforo y rodeé el centro suntuoso de la fuente, vi, a la velocidad lenta a la que conducía, sentados en un banco, a una pareja inmóvil. Girados uno hacia el otro, se fundían en un beso artístico, estatuario. Los ojos cerrados, los rostros paralelos, en medio de la noche y del frío, se sostenían el uno al otro por la boca, por donde quién sabe qué clase de infusión mutua los mantenía en aquel estado de inerte apariencia y gozosa impasibilidad. Reduje la marcha lo suficiente para contemplarlos, pero no tanto que pudiera turbar una felicidad irrepetible. En la quietud yerma de la plaza, con el ánimo contraído aún por mi enfebrecida búsqueda del sueño, la imagen de aquella pareja me fascinó.


Dolor y literatura

Dolor

 

 

 

 

El dolor abre los ojos. Y todo hombre, tarde o temprano, lo experimenta. No hablo del dolor que devasta, sino del dolor que se alterna con la vida, con una naturalidad que parece olvidársenos. La literatura se ocupa del hombre, y se ocupa de su dolor. Hay, de hecho, géneros propios, como el ‘planto’ (llanto) que pronuncia Pleberio, padre de Melibea, tras el suicidio de esta, en La Celestina (1499). El género más célebre del dolor, claro, es la elegía. Hay muy conmovedoras elegías en la literatura hispánica, pero ahora se me antoja acordarme de aquella en la que Miguel Hernández dice sobre la muerte de su amigo Ramón Sijé: «Tanto dolor se agrupa en mi costado, / que por doler me duele hasta el aliento». Y me acuerdo por esa sensación tan anatómica del dolor, somatización de la pena en verso. También me acuerdo, cómo no, y esto no es elegía, de Vallejo, mi poeta peruano: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!». Este es el primer verso del poema liminar de Los heraldos negros (1918), y de él me llegan hasta el alma no las palabras, sino los puntos suspensivos, pausa reflexiva que nos deja un segundo para lamentar cuán fuertes pueden ser, de veras, los golpes; y, por supuesto, la exclamación de franco estupor–«¡Yo no sé!»–porque el dolor, cuando llega, nos deja atónitos. Quiero terminar esta entrada con Marcel Proust, de quien estuve enfermo muchos años. En un lugar perdido de La fugitiva (1927), habla sobre el dolor. Es un pensamiento distinto de los anteriores, más intelectual, porque las pasiones de Proust estaban muy mediatizadas por la razón. Y es que–dice el narrador tras conocer la muerte de su amada Albertine–‘el dolor nos pone en una nueva relación con las cosas’. Y tanto que sí. Cuando el dolor sobreviene, ya nada se ve igual, nada se ve con los mismos ojos.


Hollín y esperanza

HOLLÍN Y ESPERANZA

Hoy recuerdo que hace unos años penetré con mi coche en uno de tantos aparcamientos subterráneos que horadan el suelo de la ciudad donde me crié. El aire estaba caliente, aplastado por techos bajos y recorridos de cables, conducciones y luces diseñadas para alarmar. Descendí una, dos, tres plantas, hasta que hallé un espacio vacío. Era estrecho y aparqué con dificultad, cuidando de no chocar con las columnas o los vehículos próximos. Salí del coche, lo cerré y me encaminé hacia la salida. Sobre mi cabeza sentía el peso de miles de toneladas de hormigón y centenares de carrocerías exhalando un calor malsano. El aire, entre las paredes ennegrecidas de hollín, parecía una pasta artificial sintetizada para que la respirásemos. Nunca, hasta aquella ocasión, había sentido con tal agudeza la inhospitalidad del lugar. Pese a ello, familias enteras caminaban sobre pasos de cebra oscurecidos, ellos tras de mí, yo detrás de ellos, todos formando una fila monorrima. Cuando me acercaba al cruce de una de las rampas por donde nuevos coches se deslizaban sin cesar, me detuve. Una mariposa apareció a mi lado, aleteando con dificultad, a poca altura del suelo, y se alejó hacia arriba lentamente, por la rampa, de donde venía la luz y el aire limpio. Reanudé el paso y pensé que aquel encuentro habría dado esperanza a cualquier claustrofóbico.