Para que Drácula–el arquetipo inmortal que inventó Bram Stoker (1847-1912)–sea tan fascinante era necesaria su naturaleza sobrenatural. Una criatura maléfica, bebedor de sangre ante cuya sola cercanía los aldeanos de los Cárpatos se santiguaban. Pero esta característica, por sí sola, no hace al arquetipo. Falta lo esencial. Falta lo que no se halla en los miles de reciclajes que la cultura audiovisual ha hecho del personaje literario. Esta condición no es suficiente.
Cuando Jonathan Harker llega al castillo, el cochero que lo ha conducido por entre los bosques lóbregos y las acechanzas de los lobos, desaparece. Entonces se abre la puerta principal y aparece el mismo conde:
Un anciano de una altura considerable apareció ante mí. Tenía un bigote largo y blanco. Vestía de riguroso negro (…)
– ¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!
Ese fue todo su recibimiento.
Una o dos noches después, Harker descurbre que Drácula le hace la comida y le arregla la habitación. No hay servicio. No tiene criados ni sirvientas, ni siquiera cochero, pues Harker conjetura que él mismo fue quien guió el carruaje. Está totalmente solo en un enorme castillo ruinoso. Y está, aparentemente, feliz… Esta es la segunda característica a la que me refiero. Drácula es, como tantos otros, un romántico, amante de la soledad, la oscuridad y la ruina:
Nunca busco la alegría ni el bullicio, tampoco el intenso brillo del sol y de las aguas chispeantes que agradan tanto a la juventud de ahora. Ya no soy joven. Mi corazón, después de tantos años de luto por sus muertos, ya no siente aficiónm hacia el júbilo. Además, los muros de mi castillo se han derrumbado, todo ha sido invadido por las sombras, que son muchas y perennes; el viento frío atraviesa soplando las derruidas murallas almenadas. Me apasiona la quietud y la oscuridad; amo las tranquilas sombras, y estaría solo con mis pensamientos siempre que pudiera.
Tales palabras las habría suscrito el mismo Werther. Nada hay de fantástico en ellas, sino una panoplia de preferencias propias del alma romántica, solitaria, noctámbula y morbosamente melancólica. Lo sobrenatural es un agregado, que explica con verosimilitud muchos de estos rasgos. Paradoja genial del autor: que lo fantástico dé consistencia a lo terrenal. Pues resultarían difíciles de entender tales gustos en un hombre mortal sano, pero no en un vampiro atado a la eternidad.
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