El sonido de mi voz

silencio

Leer requiere de silencio. Pero no fue siempre así. La lectura silenciosa e individual se extendió a finales de la Edad Media, con la invención de la imprenta y la proliferación de los libros que podían adquirir los burgueses. Hasta entonces, un monje leía para los demás, y los juglares cantaban al pueblo las hazañas de los héroes en las plazas.

En la edad tecnológica, en la actualidad, decrecen los lectores porque hay horror al silencio y la soledad. Frente a la omniconexión de los dispositivos móviles y las redes sociales, un largo y solitario retiro de lectura silenciosa parece casi un acto de misantropía. Claro, esto no es así. En la soledad y el silencio el hombre se reencuentra consigo mismo, aclara sus ideas, hace balance de los días y recupera fuerzas para emerger de nuevo a la vorágine social.

En estos días, por circunstancias que no vienen al caso, he permanecido largas horas solo y en silencio, en única comunicación con los difuntos (Víctor Hugo, la Biblia, Calderón). Tanto tiempo pasaba que, cuando alguien me preguntaba y yo respondía, me sorprendía el sonido de mi voz. Tal misma sorpresa experimentaba mi padre cuando recibía mis llamadas, tras jornadas enteras de lectura ininterrumpida.

Son despertares que hacen pensar. Por un lado, la lectura es una actividad esencialmente individual, aunque la Literatura lo sea social. Esta, que no existe sin aquella, es un arte comunicativo, pero se completa mediante la lectura, acto estrictamente solitario: se trata de una comunicación diferida. Por otro lado, despertar de una soledad bullente (el hervor de la mente absorta), es costoso. Se quisiera no salir de un silencio amniótico. Es un engaño peligroso, porque si leer es vivir—así lo creo—más lo es el neto vivir. Sanamente comprendido, debiera ser un bucle, que me refugia de la exterioridad más huera y me expele, después, más lleno, para seguir viviendo sin renunciar, por la Literatura, a nada.