
Durante más de dos décadas he sido muy intelectual. No un intelectual, porque no soy conocido ni influyente, pero al menos un profesional del trabajo mental.
Toda persona actúa. Somos conducta, diría un psicoterapeuta. Pues bien, durante el tiempo al que me refiero mis acciones han sido más cerebrales que físicas. Y si no ha sido así (porque los días son largos y hay que ir de compras, orinar, llamar por teléfono, pulsar un interruptor, acariciar a quien deseas), he concedido a mi vida mental una importancia que no le daba a mi vida física.
¿Por qué? No lo sé muy bien. La influencia de mi padre, el ambiente de una carrera de humanidades, los estudios posgraduados y mis propias propensiones a la introversión. Las circunstancias de mi vida y una predisposición de carácter, podríamos resumir.
El caso es que hace unos años experimenté una revelación. Me disculpo por palabra tan altisonante. Quiero decir que me percaté de que me había perdido muchas cosas. Salir a deshora, hacer más enemigos, embarcarme en proyectos disparatados, amar sin medida o desperdiciar las mañanas.
Luis Landero, Caballero Bonald y Borges (habrá muchísimos más, ahora estos me vienen a la cabeza) han lamentado en algún momento las innumerables horas empleadas en leer y, sobre todo, escribir.
No quiero cometer el sacrificio de mi viva sensitiva al logro insípido de una admirable cabeza.
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