Acabo de terminar una biografía de Juan Pablo Duarte (Santo Domingo, 1813; Caracas, 1876), padre de la nación dominicana e impulsor ideológico de su independencia frente a Haití en 1844. Duarte es uno de los próceres indiscutidos de la República, y hay mucho escrito sobre él. No soy historiador ni dominicano, así que me he acercado a su figura virgen de preconcepciones. Quizá por eso, y porque soy poco adicto a los heroísmos, hay hechos que no me han interesado demasiado. Por ejemplo, su papel en la proclamación de la Independencia frente a Haití–por aquella época una nación de un cierto empuje imperialista frente a su vecino– fue un tanto deslucido, es cierto, porque no estuvo presente: había huido en un bote que lo sacó del país entre las tinieblas del río Ozama. Otros, sin embargo, me han interesado más. Desde 1845, exiliado en Venezuela, hasta 1864, Duarte desapareció. Tal cual. Bueno, puedo exagerar, porque se tienen indicios de que anduvo de comerciante en el Orinoco, en la oscuridad del Amazonas. Inmediatamente me ha venido a la cabeza la extraordinaria novela del polaco Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas (1899), una historia enigmática y fascinante sobre el viaje río Congo arriba que realiza su protagonista, Marlow, durante la colonización belga. No es un simple desplazamiento físico, sino la penetración simbólica en el horror y las tinieblas del hombre en el entorno ominoso de una selva tropical. Marlow y Duarte se adentraron en latitudes similares por ríos caudalosos y desaparecieron para la civilización. De Duarte, persona histórica, sabemos menos que de Marlow, personaje de novela. Donde la historiografía se detiene prosigue la imaginación. No la de los historiadores, que bien se cuidan de ello, pero sí la mía, que gozo de la libertad y las prerrogativas de años tras páginas de ficción.
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Juan Pablo Duarte en el corazón de las tinieblas
Homenaje a John Updike
John Updike me enseñó a leer. Después de mi madre (durante un verano seco y cálido en los campos de Segovia en que me instruyó a los cinco años), fue este ingeniosísimo novelista quien me hizo el lector que soy ahora, tal como lo hicieron Quevedo, Proust, Cervantes, Galdós, o Bolaño. En su momento (enero de 2009, vivíamos al pie del Guadarrama), apenas sentí su muerte, porque pensé haber superado el fervor exclusivista que me hacía rebuscar en la biblioteca de mi padre cuanto hubiera de él. Por razones laborales, he terminado Terrorista, una novela que me ha recordado por qué me apasionaba. No es fácil alcanzar semejante equilibrio entre la vastedad narrativa y la agudeza estilística, agudeza esta que sí pueden tener muchos escritores, pero que no es fácil mantener cuando se escriben miles de páginas. La belleza de los lirios, Brasil, Gertrudis y Claudio, Parejas, Hacia el final del tiempo…, y, por supuesto, la tetralogía de Harry, «Conejo», que mi padre ha leído compulsivamente los últimos años de su vida, me han educado en un tipo de narración urbana, muy contemporánea y con un rigor formal y una ambición estética que nunca le supusieron un obstáculo para convertirse en un autor superventas en su país natal, Estados Unidos. Updike publicó Terrorista en 2006, cinco años después de los atentados de Nueva York. Su protagonista, Ahmed, es un adolescente brillante e inadaptado, que se convirtió pronto al Islam. En plena crisis de identidad, se deja manipular por un imam radical que lo quiere empujar a la comisión de un atentado suicida en Manhattan, en pleno aniversario del 11S. Quien lo lea comprobará que la calidad de Updike, por lo que pasará a la historia de la literatura contemporánea, no se refleja sólo en su extraordinario oficio, sino en algo más hondo: en su capacidad de exponer con una crudeza única la condición del hombre, patética y conmovedora al mismo tiempo. Al menos he recuperado a Updike, aunque haya perdido mucho más.