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A mis amigos y, sin embargo, lingüistas: acerca de la Literatura

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Hay una falacia muy corriente que consiste en negar la premisa implícita de mi aseveración. Por ejemplo: «No soy racista, pero creo que blancos y negros no deberían convivir». Implícita a este aserto se halla una proposición del tipo «Sí soy racista», que la aseveración explícita contradice flagrantemente.

Pues bien, quiero comenzar incurriendo en el mismo error argumental: con este texto no quiero criticar a mis primos los lingüistas, pero debo hacerles una enmienda a valoraciones muy frecuentes que les he oído acerca de mi campo, la literatura.

En un loable afán de ofrecer modelos omnicomprensivos del lenguaje, la lectura, la escritura, los textos, la comunicación, etc., la Lingüística se tropieza con frecuencia con la Literatura. No quiero meterme ahora en disquisiciones acerca del concepto de literatura, así que diré, con la RAE, que es el «arte de la expresión verbal». Es esa primera palabra la que lo complica todo y la hace inclasificable e irreductible. No hay equiparación posible entre un prospecto médico y un poema, entre una tratado jurídico y una novela, entre un artículo académico y un ensayo de Montaigne. Sí hay comparación, pero no equiparación, porque son cualitativamente distintos. El problema es que se los entiende cuantitativamente distintos: es decir, que la literatura tiene algún ingrediente más, agregado, que no poseen otros tipos de textos.

En la historia de Ciencia de la Literatura, desde el formalismo ruso, se ha tratado este asunto. El problema es que–y así lo he oído en varias ocasiones–se reduce la literatura a dos de sus rasgos, ingredientes añadidos que harían de cualquier otro texto un texto literario: la estética y el placer. Por tanto: prospecto médico + placer + estética = Literatura. Más: tratado jurídico + placer + estética = Literatura. Un artículo académico cuya lectura produzca placer y, además, esté bien escrito = Literatura.

Así, quienes se ocupan del lenguaje en general contemplan todas sus manifestaciones y dicen: los textos periodísticos informan, textos literarios poseen un componente estético. O bien, los textos jurídicos estatuyen, mientras que los textos literarios generan placer. Y hasta ahí.

La literatura es una manifestación cultural mucho más compleja y rica que un texto más al que se le hayan agregado el ornato y el gozo. La literatura es la expresión lingüística que encauza realidades, ficciones, psiques, demonios, alegatos, creaciones, intuiciones, hallazgos, dudas, añoranzas, violencia y sexo. Es más, la literatura puede que no produzca ningún placer y no por ello dejar de ser un arte. Puede que busque la invisibilidad estética y no por ello dejará de ser literatura. En fin, que la literatura es un arte de milenios de antigüedad de enorme riqueza y complejidad a la que hay que acercarse con el respeto y la confianza con que uno se acerca a un padre.


Escribir a pesar de escribir: el oficio de Luis Landero

Luis Landero

 

 

 

 

 

Hace como una década contacté por teléfono con Luis Landero (Badajoz, 1948). Colaboraba yo con una revista de mi departamento elaborando reseñas y aproveché para pedirle que leyera unos textos míos. Rehusó: «Son los editores quienes deben leer». Más tarde, en una entrevista en la radio, le escuché decir algo así como: «Estoy saturado de literatura: soy escritor, profesor, mi mujer también es filóloga…» (todas las citas tienen la fidelidad de mi recuerdo, sólo). En un ensayo de 2000, Entre líneas: el cuento o la vida, plantea la disyuntiva del escritor que consume su vida frente a borradores y miles de páginas escritas cuando podía haber invertido su tiempo en experiencias reales. El año pasado, en 2014, en una entrevista que concedió al programa de TVE Página 2, decía que su más reciente obra, El balcón en invierno, se debía a un cierto hastío de la ficción.

Cuando recupero todas estas declaraciones recuerdo a otro escritor a quien dediqué unos años, Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). En su obra Bartleby y compañía (2000) hace un repaso de los escritores ágrafos, aquellos que se quedaron con la obra en potencia, siempre pospuesta y nunca realizada. Ahora no recuerdo bien si hace una relación de aquellos que escribieron a pesar de todo, a pesar del mismo oficio de escribir. Porque escribir supone una renuncia. Quien escribe (o lee) invierte un tiempo de silencio y soledad en una labor secreta que, aunque se cuaje en una comunicación posterior (publicación, ferias, entrevistas), quizá no compense del todo aquella renuncia a la vida real.

Estas declaraciones de Luis Landero también me han recordado a Ovidio, cuyo padre no quería que su hijo se dedicara a la poesía, sino a las leyes. Pese a todo, Ovidio declara: «todo lo que escribía me salía verso» (en algún lugar que no recuerdo de mi ejemplar de las Metamorfosis). Quizá para Landero pase algo parecido, no en el sentido de la forma de escribir, sino del hecho mismo de hacerlo. Una suerte de ineluctabilidad del oficio, que le cansa pero no puede dejar. Menos mal para mí, que he disfrutado de Juegos de la edad taría, El guitarrista, Hoy Júpiter, etc.


Literatos incultos

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Hay en el ámbito literario–supongo que como en otros gremios–una petulancia muy extendida. Presunción de creernos, por ser letrados, cultos. No es lo mismo. Los literatos, ya sean quienes escriben ya quienes escribimos sobre aquellos, adolecemos frecuentemente de una vanidad del especialista que nos convierte en unos profundos conocedores de muy poco. La universidad, mi medio natural (sic.) desde hace muchos años, promociona a quien–me lo invento–sabe más que nadie de la poesía popular de una etnia marginal que en ciertos contextos no ha sido reconodida como debiera, y que, afortunadamente, ciertos cantautores están reivindicando por youtube (fin de la invención). Especialízate, dice el sistema, hazte tu hueco, donde no había ni materia para tal espacio. Para lograrlo, los literatos se plantan unas anteojeras que sólo dejan ver de frente, hacia aquella parcela que a nadie se le había ocurrido visitar. Entre los filólogos de mi generación ocurre algo así: los literatos, a la literatura: nada de historia (o lo imprescindible), de sociología (lo de moda), ciencia (…), psicología (cuando no surge otra cosa), arquitectura (¡!), filosofía (siempre da lustre), comunicación (¿eso es una ciencia?)… Me pasó, y desde hace unos años me afano por repararlo. Al menos un esfuerzo por leer mucho más de lo que no es exclusivamente de uno. Entonces ocurren dos cosas: que aumenta la cultura y desciende rápidamente la vanidad. También, de paso, aumenta un poquito la vergüenza.


Las novelas que terminan como la vida

Vale

Hay dos novelas–el Quijote de Cervantes y Ulises de James Joyce–cuya palabra final siempre recuerdo. La primera termina con ‘Vale’, y la segunda con ‘Sí’. Como explica Francisco Rico en una nota a pie de página de su edición en Crítica, ‘Vale’ era una ‘Fórmula clásica de despedida’, de modo que cuando Cervantes la escribe se está despidiendo de los lectores, pero también, pues el hidalgo acaba de morir, nos está despidiendo de la vida del caballero, ya cuerdo. Ha terminado la vida nueva del hidalgo que dejó de ser Alonso Quijano y vivió unos meses como don Quijote. En el caso de Joyce, el matrimonio Bloom está acostado en su cama, cada uno con los pies a la altura de la cabeza del otro, y Molly deja oír la corriente de su conciencia en un monólogo de cincuenta páginas que se ha convertido en el paradigma de la experimentación narrativa contemporánea. «Sí quiero. Sí», termina recordando Molly, las palabras que pronunció para casarse con Leopold, acostado a su lado. Han terminado las veinticuatro horas de la odisea de tres personajes por las calles de Dublín.Una de las características de la novela es su afán por reflejar una vida: la novela como vida entera, la novela entera como vida completa, o, al menos, la novela como un ciclo vital completo. Por eso, cuando se termina de leer una novela así, que tiene este afán de redondez, de compleción, queda un remedo del pasmo en que nos deja la muerte, el fin.


Qué bueno el mal cine (después de leer)

FIN

 

 

 

Mi pasión cinéfila se agotó un día. Enrique Vila-Matas, a quien estudié durante años, tiene un libro titulado Nunca voy al cine. Entonces me pareció una boutade, pero ahora la comparto. No sé cómo ocurrió ni por qué, pues yo había seguido con fervor actores, directores y corrientes durante años, y esta pasión había convivido con mi vida literaria o mi literatura vivida. El caso es que, hoy por hoy, no me interesa el cine. Sin ambages ni ínfulas puristas puedo afirmar que el cine no me colma. Es más, me deja un regusto de insatisfacción, hecho que, francamente, no me preocupa. Ello no quiere decir que lo considere un arte menor, ni mucho menos. Es una cuestión muy personal que no se aplica (y no quiero que suene a provocación) ¡al mal cine! Hablo de ese cine sin pretensiones, que sólo aspira a disipar un tiempo muerto. Cómo disfruto del mal cine, y no como cine, sino como fuente de relax, desconexión y vaciamiento. Porque a mí–insisto en que se trata de una muy personal observación–la literatura me basta, me colma, me safistace, y mi necesidad de imágenes la cubro con la realidad o el mal cine. De nuevo, no quiero provocar, pero lo que no me da el buen cine, porque no puede dármelo, me lo da el malo: un caudal de imágenes que me levanta a la superficie trivial de mi ser donde consigo descansar. Y lo que no me da el buen cine, porque ya no lo quiero de él, me lo da la literatura: hondura, introspección, reflexión, catársis, entendimiento, remembranzas, epifanías, compañía, experiencia vicaria. Mi padre, de quien heredé el fervor por la lectura, decía que rodeado de libros no se necesita nada más. Yo no creo que tanto (a él le gustaba el buen cine), pero una pared cubierta por miles de ejemplares sí logra revestir el entorno de una promesa de plenitud.


Escucho con mis ojos a los muertos

Quevedo

 

 

 

 

 

Qué genuina definición de lectura. Este verso es de Quevedo. El cuarto verso de un soneto célebre cuyo primer cuarteto dice: «Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos.» Hace poco, en una de mis clases, explicaba a mis alumnos que leer no es sólo descifrar un montón de tinta. No es sólo hacer acopio eficaz de valiosa y útil información. No es, tampoco, una comprensión del texto y el contexto, en engranada coordinación. No es–perdónenme los psicolingüistas–un mero proceso cognitivo que involucra no sé cuántas partes del cerebro. No es muchas cosas. A veces, para llegar a lo que algo es, viene bien ir despejando lo que no es. Lo que no es, huelga decirlo, para mí. Me interesa la noción de Quevedo, porque frente a una hoja de papel nos hallamos en realidad ante un hombre: quien volcó sus entrañas, su alegría, su ambición, sus vivencias. Si no leemos así, con la madura conciencia de que una página no es una superficie opaca, sino la vía que nos une con otros, nos perdemos todo, casi todo. Muertos o vivos, próximos o ajenos, cuando leemos a quienes han puesto el alma en palabras descubrimos que no estamos solos. Sólo hay que escucharlos.


Geometría del compromiso literario

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Leyendo Campos de Níjar, de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931)–emocionante viaje del autor por el desmedrado desierto de Almería en los años cincuenta–me ha dado por pensar que puede resultar fácil comprender el compromiso literario. Al menos en sus términos básicos. Hay escritores que, por medio de su obra, quieren denunciar, protestar, quejarse, influir sobre la realidad, sobre una realidad que no les gusta. Pero si uno trata de ahondar en las claves, en el funcionamiento expresivo del compromiso, la cosa se complica. En la historia de la literatura universal hallamos una oscilación entre la literatura que privilegia la estética y aquella que prefiere lo «serio»: la enseñanza, la doctrina, la lección, la protesta, el compromiso. En el arco de esta oscilación ha habido infinitas posiciones. No obstante, una dicotomía basada en tales extremos se impuso, como una clasificación apócrifa, a los escritores de principios de siglo XX en España, modernistas y noventayochistas: esteticistas aquellos, comprometidos estos, se decía. A mediados de siglo pasó algo parecido, pues estaban los «deshumanizados» (con Juan Benet a la cabeza de la inhumanidad) y los escritores sociales (Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo). Qué grave simplificación, quizá por no comprender, a fondo, en qué consiste el compromiso literario. Y es que, a fondo, no es fácil. Yo no lo voy a resolver aquí, pero propongo verlo en forma geométrica, espacializarlo. Pongamos que hay un triángulo: un vértice es el autor, otro su obra, y otro la realidad. Esta es la literatura comprometida, porque el autor no pone su obra por delante de la realidad, sino a un lado, y ve las dos a un mismo tiempo. Pongamos ahora que tenemos un segmento, una recta con principio y fin: un extremo es el autor, el extremo opuesto es la realidad y, en un punto intermedio, la obra. Esta es la literatura, aparentemente, no comprometida, porque su obra le impide ver la realidad directamente. La obra–acusan los críticos en este caso–es un obstáculo saturado de estética que bloquea el contacto con lo que verdaderamente importa: la pobreza, la injusticia, etc. Sin embargo, este tipo de obra no es un cristal opaco, sino un medio a través del cual ver la realidad con otros ojos: una refracción que nos la puede enriquecer, exaltar, redimensionar. La literatura más esteticista nos permite un acceso indirecto a la realidad, y tal clase de acceso no es inferior. Así pues, debemos interrogarnos: ¿mirar las cosas cara a cara es más comprometido? ¿Tan sencillo es?