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Un tótem para mi madre

La Granja en Otoño                                                                Ando leyendo ahora uno de los manuales clásicos de la Antropología cultural (que lleva este mismo título), y me he enterado de que hay una cultura, los arunta de Australia, cuya religión está muy asociada con la madre. En este pueblo, «cada individuo se identifica con un tótem de un lugar sagrado cerca del cual pasó su madre poco antes de quedar embarazada» (361).

Este es el problema de leerlo todo literariamente, incluido Marvin Harris. Que, por una parte, se acomodan las ideas libremente y poco más o menos hay de las vísperas de la concepción a las vísperas del alumbramiento, para lo que aquí quiero contar. Por eso, he recordado la historia que mi madre me relataba: «Hijo, vísperas de tu nacer, di yo un largo paseo por los jardines de La Granja.» El lugar debía de tener el aspecto que tiene en la foto, porque nací en otoño, y mi temperamento es otoñal: propenso a la melancolía y la introspección, adicto al espectro de lo caedizo, el cobre y el amarillo.

Dice Harris que los tótem son elementos de la naturaleza a los que ciertas culturas atribuían, entre otros, un valor protector. Bien, yo ahora vivo en el Caribe, muy lejos de tales latitudes y del clima continental que tanto añoro, donde las estaciones cambian y el humor con ellas, pero he aprendido que el pasado es casi lo único real, al contrario de lo que dice el tópico.

El tótem que, hoy por hoy, decido adquirir, al que me dirijo en búsqueda de consuelo podrían ser bien estos jardines. Pero no la parte versallesca y monumental en la que se detienen los turistas, sino la parte montañosa, que asciende por la ladera del Peñalara, más silvestre e íntima, donde es posible ver, incluso, un corzo. La parte donde ahora, si cierro los ojos, puedo ver a mi madre caminando una fría tarde de octubre.


Kafka y la angustia de lo difuso

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Hablar de lo kafkiano sin haber leído a Kafka es tan atrevido como hablar de lo dantesco sin haber leído a Dante. Y atrevido no por razón de osadía ignorante–pues ambos términos forman parte del acervo de la coloquialidad–, sino porque lo kafkiano es tan radicalmente irreductible que si no queremos simplificarlo debemos sumergirnos de cabeza en el mundo del escritor y a partir de nuestra propia lectura, interrogarnos. Lo hallamos en toda su obra–mucho en El castillo, menos en América y mucho también en sus cuentos–, pero el compendio de lo kafkiano se halla sin duda en El proceso. Durante años me pregunté por la naturaleza de lo kafkiano, y todo lo que me decían me dejaba insatisfecho, incluso una interpretación a la que me adherí mucho tiempo: la inquietud que nos produce lo absurdo. No obstante, y como muchas de las reflexiones que se me suscitan últimamente, al calor de mis clases me ha surgido otra. He tenido la ocasión de asignar como lectura El proceso a un grupo de abogados que están cursando un Máster, y algunos de ellos tienen como evaluación final reflexionar sobre el sistema judicial que se describe en la obra: arbitrario, inaccesible, elefantiásico, eterno, circunstancial, ininteligible, etc. De estas características, quise que una estudiante reflexionara sobre ‘lo difuso’, y más tarde caí en la cuenta de que, en efecto, la indefinición es una característica de lo kafkiano. Por más que Joseph K se empecina en que le concreten la configuración del sistema que lo acusa sin motivo expreso, no logra más que explicaciones indeterminadas. El sistema judidicial se caracteriza por no llegar a precisarse nunca. Se presenta, es más, como una estructura proteica, caprichosa, incierta, ilimitada, difusa. En definitiva, kafkiana, claro, porque lo kafkiano, radica, entre otras cosas, en lo difuso. Y para el hombre, la falta de límites es angustiosa. La infinitud del universo nos aboca a la angustia cósmica. La falta de un hogar, de unas pardes, nos expone a la intemperie del mundo. Lo kafkiano es angustioso, no cabe duda, pero porque nos expone a la intemperie de lo difuso, y el hombre necesita de límites que lo cobijen y le dejen formarse certezas, aunque sean ilusorias, por las que transitar.


Pawel, el hombre de la otra ribera del Vístula

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Recién llegado, me hablaron mal de Pawel. Yo había llegado a la ciudad en busca de refugio, huyendo de cosas que había hecho y que ahora quería olvidar. Y nada más llegar, me hablaron de él, pero me hablaron mal. Nada concreto, ningún nombre ni hecho en particular, pero todos lo describían como alguien a quien había que evitar. Al menos el tiempo que fuera necesario, porque tarde o temprano todos acudían a él. Primero hablaban con Piotr, en la orilla norte del río, y él los conducía hasta Pawel, en la parte de la ciudad que había quedado marginada en la orilla sur. A Pawel nunca se llegaba solo. Piotr lo conducía a uno, llegado el momento, bajo el puente de hierro, que retemblaba bajo el paso de coches y autobuses. Piotr caminaba delante, encorvado sobre el vigamen de acero cruzado a cuyo través se veía la corriente mansa y solemne del Vístula, y uno lo seguía, inseguro, pero con la resolución de la fatalidad. Al principio, yo preguntaba: «¿Qué ha hecho Pawel? ¿Por qué habláis tan mal de él y aún así acabáis cruzando el Vístula para verlo?» Después, dejé de preguntar, porque comprendí que a mí me tocaría acudir a él y lo averiguaría por mi cuenta. Ese día llegó. Piotr me recibó en la barcaza que había convertido en vivienda, escuchó, asintió y me convocó a una hora de la noche más cerrada. Llegado el momento, cruzamos, como habían hecho los otros, por los bajos del puente. Llegamos a la otra ribera. Ascendimos por las espesuras putrefactas y húmedas de la orilla y desembocamos en un barrio de casas de madera oscura, que parecía sucia contra el verde intenso de la vegetación. Y, junto a un portal, nos detuvimos. «Aquí es», me dijo Piotr. Entonces él se fue y yo penetré con las piernas hechas de piedra. Decía que cuando llegué a la ciudad me hablaron mal de Pawel, y yo no conocía el porqué de tanto rechazo. Ahora lo sé. Pawel mandaba matar, y uno lo hacía. Pawel estaba allí, al otro lado del río, y unos y otros cruzábamos para recibir sus encargos. Como los otros, yo obedecí. Regresé a la orilla norte e hice lo que me mandó. Como los otros, acabé hablando mal de él a quienes llegaron después de mí. Con todo, yo había acudido a él. Él sólo nos esperaba en la otra ribera.